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Nuestro árbol genealógico se complica: al ‘Homo sapiens’ no dejan de aparecerle parientes

En el Paleolítico Medio coexistíamos con neandertales, denisovianos, ‘hobbits’ de la Isla de Flores, Homo erectus, Homo luzonesis y quizás otra especie aún no identificada. Todos estos desaparecieron, pero los genes de algunos perviven en nuestro ADN. La genética ha sido crucial para estos hallazgos. Así lo recoge el libro de Tom Higham, arqueólogo que participó del nuevo trazado del árbol de familia de la humanidad.

Mundo 19 de febrero de 2023 SINC
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Tom Higham, arqueólogo autor de El mundo antes de nosotros. / © Ediotorial Planeta

Cuando en la década de 1980 el autor de esta reseña estudiaba Evolución Humana en la facultad, el linaje humano era de lo más sencillo: los Homo sapiens descendíamos directamente de Homo habilis, un hominino de 2,3 millones de años de antigüedad, y las otras especies humanas se habían extinguido antes de que la nuestra abandonara África. En lo que va del siglo, el cuadro se ha complicado sobremanera. Gracias al enriquecimiento del registro fósil y a la aplicación de la genética a la paleoantropología no dejan de aparecer parientes hasta entonces desconocidos.

De esos familiares imprevistos trata el libro El mundo antes de nosotros, del neozelandés Tom Higham, profesor de Arqueología Científica en la Universidad de Viena. El autor ha sido testigo presencial y, en ocasiones, protagonista de hallazgos que en las últimas décadas redefinieron las andanzas del género Homo. Su testimonio es sobradamente cualificado, toda vez que dirigió el Laboratorio de Radiocarbono de Oxford, una referencia en datación que le permitió conocer de primera mano y en tiempo real los hitos que trastocaron el conocimiento de la evolución tardía.

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Las novedades conciernen a nuestros primos los neandertales (descendemos de un antecesor común). El cavernícola ridiculizado en las tiras cómicas resultó tener una cultura tan avanzada como la de Homo sapiens, con el que se mezcló. Y también a los denisovianos, la especie descubierta el año 2010 en una cueva en Siberia; a Homo floresiensis, encontrado en la isla indonesia de Flores y apodado hobbit por su pequeño tamaño; y a Homo luzonesis, desenterrado en Filipinas en 2010, de 1,2 metro de estatura. Incluso afectan a Homo erectus, pues ahora sabemos que se extinguió más tarde de lo creído, tornándose el miembro más longevo de la historia humana.

El autor ha sido testigo presencial y, en ocasiones, protagonista de hallazgos que en las últimas décadas redefinieron las andanzas del género 'Homo'

 
 
Durante numerosos milenios, el ecléctico grupo de homininos compartió gran parte del planeta. Poco a poco, la mayoría desapareció. Homo erectus se desvaneció en Java hace 100.000 años. El rastro de los neandertales se perdió en Gibraltar hace 24.000 años; las últimas huellas de hobbits y luzonesis datan de 50.000 años; y los denisovianos se esfumaron en Nueva Guinea hace unos 33.000 años. Solo el hombre moderno, surgido hace unos 300.000 años en África, permanece. Las causas de la extinción de sus parientes permanecen en la oscuridad: tal vez su escasa diversidad genética, el pequeño tamaño de sus poblaciones y los cambios climáticos jugaron en su contra.

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Un ‘río’ con múltiples afluentes


Sin embargo, hubo cruces e hibridaciones. El legado de neandertales y denisovianos subsiste en nuestro genoma. Los genes de los primeros se asocian a una predisposición a la diabetes y al covid severo; los de los segundos, a la tolerancia a las alturas y al frío extremo. “Cabe esperar más revelaciones sobre la salud moderna y sobre cómo nuestros genes, los derivados y los ancestrales, nos convierten en lo que somos”, apunta Higham, partidario de sustituir el modelo del árbol evolutivo por “el de un río de anchos brazos, cuyos afluentes vierten y desaguan con frecuencia unos en otros”.

 
Esta nueva visión del origen de nuestra especie ha sido posibilitada por los fósiles hallados, los mejores métodos de datación y, en especial, por la genómica antigua. La preservación del ADN prehistórico ha permitido obtener plétoras de datos de diminutas muestras de huesos (identificar especies, determinar su parentesco y, muy importante, sus mestizajes). Y donde faltan fósiles, el “ADN del suelo” da una alternativa, pues las partículas óseas trituradas por las hienas en los detritos de los yacimientos ofrecen información esencial: identificar si los pobladores de una cueva eran rinocerontes, caballos, neandertales u Homo sapiens, por ejemplo.

La introducción de la tecnología del ADN en la paleoantropología, se afirma, equivale al impacto del telescopio en la astronomía

 
 
La introducción de la tecnología del ADN en la paleoantropología, se afirma, equivale al impacto del telescopio en la astronomía. Este libro deja claro que sin manejar rudimentos de genética se hace imposible entender la prehistoria.

Higham alterna la clarificación de esos conceptos con un tour por el globo que nos lleva desde los laboratorios punteros de Oxford y Leipzig (este último liderado por el Nobel de Medicina Svante Pääbo) hasta las cuevas recónditas de China y Sumatra, y los valles selváticos de Nueva Guinea, pasando por Akademgorodok, la “ciudad de la ciencia” soviética reciclada en centro científico de la Rusia siberiana: un recorrido por la ciencia “in the making” que se plasmará en estudios rompedores.

Como buena obra de divulgación, a la vez que nos ilustra sobre un tema específico, El mundo antes de nosotros constituye una buena entrada a la paleoantropología y, de paso, a la genómica. Concluye con una declaración de esperanza en que el álbum de la familia Homo continúe creciendo gracias a nuevos restos esqueléticos y al ADN arcaico de origen sedimentario. Una expresión de deseos que, a la vista de los sorprendentes logros expuestos en sus páginas, no se antoja infundada.

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