La selva tropical más grande del mundo —hogar de más especies de plantas y animales que cualquier otro lugar de la Tierra— abre sus puertas y le ofrece a la humanidad la oportunidad de actuar correctamente con el planeta que la sostiene. Mientras caminamos por la selva, nos sentimos pequeños: ella nos recuerda que es el latido y los pulmones del planeta.
Aquí en Belém, “la puerta de entrada a la Amazonía”, la vida avanza al ritmo de la naturaleza. El aire es espeso y húmedo; aguaceros tropicales caen de repente y dan paso al zumbido de los insectos y al canto de los pájaros. Los buitres describen círculos en el cielo, las garzas reposan en las orillas del río y los carpinchos deambulan por los espacios verdes que rompen el horizonte de la ciudad. Puestos de agua de coco bordean las calles; el açaí, de un púrpura intenso, deja un rastro natural alrededor de los labios de hombres, mujeres y niños que lo comen, ya sea con pescado o en batidos. Incluso entre el bullicio y las calles repletas, es evidente que Belém es inseparable del bosque que la acuna.
La ciudad vibra con música: los ritmos de carimbó llenan sus calles. En los mercados y muelles, los altavoces reproducen canciones como No Meio do Pitiu, de Dona Onete, grabada aquí, en el centro histórico. En sus letras aparecen los buitres negros y las garzas blancas: criaturas que viven, igual que su ciudad, en una armonía hecha de contrastes. Es un recordatorio de que en la Amazonía, la convivencia no es un concepto: es la única forma posible de vida.
Algunos, mucho antes que nosotros, aprendieron esta lección mejor que nadie: los pueblos indígenas que han llamado hogar a la Amazonía durante milenios. Han visto llegar y marcharse a forasteros, han visto cómo el bosque era talado, quemado y vendido —su madeira (madera) y sus animales convertidos en mercancía—. Y aun así siguen siendo sus guardianes.
La Amazonía se extiende por nueve países y alberga a unos 400 pueblos indígenas que hablan más de 300 lenguas. Su presencia en la Conferencia de la ONU sobre Cambio Climático, la COP30, representa no solo la voz del bosque, sino la de todos los que viven cerca de la tierra y sufren su abandono: mujeres, ancianos, personas pobres, quienes viven en conflicto o desplazamiento, los más vulnerables frente al clima cambiante.
Y ahora, por primera vez, el mundo ha venido hasta ellos. Aquí, en el encuentro del río con el océano, comienza la COP30: un encuentro global de dos semanas junto al mayor bosque tropical del planeta.
Pero la Amazonía representa a todos los ecosistemas bajo presión: desde glaciares que se derriten hasta arrecifes de coral que desaparecen; desde sabanas golpeadas por la sequía hasta deltas inundados. Protegerla significa proteger cada rincón de un planeta que está al límite.
Para Brasil, albergar la COP30 en Belém tiene un profundo valor simbólico. El presidente Lula da Silva lo ha descrito como un llamado a que el Sur Global ocupe el lugar que le corresponde en el centro del debate climático, un recordatorio de que preservar la Amazonía no es responsabilidad regional, sino global. La conferencia buscará traducir las promesas del Acuerdo de París en acciones concretas, especialmente para los países en desarrollo, intentando equilibrar la protección ambiental con la justicia económica, y exigiendo a las naciones más ricas —las que tienen el poder y los recursos— que garanticen esa justicia.
Esta es la primera COP que se celebra en la Amazonía, y aunque su escenario es simbólico, sus temas y su enfoque son globales.
Del 10 al 21 de noviembre de 2025, los líderes mundiales negociarán cómo acelerar la reducción de emisiones, ampliar la financiación climática y adaptarse a un mundo que ya se está calentando. Pero, más allá de los muros oficiales, en toda la ciudad habrá cientos de eventos paralelos y foros sobre energía renovable, seguridad alimentaria, protección de los océanos y mucho más.
Una de las conversaciones más discretas habla de responsabilidad moral. Representando a la Santa Sede poco antes de la apertura de la COP30, en la cumbre de líderes del 7 de noviembre, el Secretario de Estado del Vaticano, el cardenal Pietro Parolin, recordó a los delegados el mensaje del Papa León XIV: “Si quieres cultivar la paz, cuida la creación”. El cardenal subrayó que la crisis climática no es solo un problema de tecnología o financiación, sino de justicia y solidaridad, y señaló que “quienes están en situaciones más vulnerables son los primeros en sufrir”. Llamó a que la COP30 se convierta en “un signo de esperanza” en un mundo ya “en llamas” por conflictos ambientales y humanos. Sus palabras resonaron con las del Papa Francisco en Laudato si’, donde escribió que “no tenemos ese derecho” a destruir la creación, recordándonos que la vocación de la humanidad no es dominar la tierra, sino cultivarla y custodiarla: cuidar del mundo y de cada criatura que lo habita.
El mensaje es claro: cuidar del planeta es inseparable de cuidarnos unos a otros.
A medida que los delegados se reúnan en Belém durante las próximas dos semanas, el mundo estará atento a compromisos que unan palabras y acciones, rezará por una financiación que llegue a las comunidades que protegen los órganos del planeta y esperará acuerdos que honren tanto a las personas como a la Tierra.
Francesca Merlo