El filósofo surcoreano-alemán Byung-Chul Han advierte que la política contemporánea ha perdido la capacidad de generar ideales. Las democracias, vaciadas de contenido simbólico, sobreviven como rituales sin alma. Entre el miedo, la desigualdad y la anestesia emocional, el autor de La sociedad del cansancio sugiere que el colapso del sistema podría ser el único camino hacia una nueva conciencia.
“Nuestra política puede resolver problemas, pero es incapaz de generar objetivos e ideales. Lo que tenemos son democracias vacías, porque el liberalismo no ha conseguido llenar esos huecos… Por eso las elecciones se han convertido en rituales vacíos.” Byung-Chul Han, entrevista con El País (2023)
Hay algo en el tono de Byung-Chul Han que desarma. No grita, no busca la polémica. Habla con una serenidad casi monástica mientras describe, con la precisión de un cirujano, el vacío de nuestra época. Ese vacío que se disfraza de progreso, de conexión, de libertad, pero que por dentro suena hueco. Han sostiene que nuestras democracias han perdido el alma. Siguen funcionando, sí: votamos, opinamos, discutimos, posteamos, y sentimos que participamos. Pero lo que se ha erosionado no es la estructura, sino el sentido. “Nuestra política”, dice, “puede resolver problemas, pero es incapaz de generar ideales”. No es una acusación menor. Porque cuando una sociedad deja de tener ideales, deja también de tener futuro. Sin sueños, lo único que queda es administración: resolver, gestionar, ajustar, corregir. El mundo se vuelve un tablero de control. Y así, las elecciones se vuelven —como dice el filósofo— un ritual vacío, una liturgia de urnas y discursos donde se representa algo que ya nadie cree del todo. Los parlamentos, dice Han, “se han convertido en teatros para la puesta en escena de los políticos”. Y en esa escena hay actores, luces, cámaras y aplausos, pero no hay guion. Cada uno interpreta su papel, sabiendo que el público mira más el gesto que la idea, más el eslogan que el argumento. Han lo llama el agotamiento del liberalismo. Un sistema que garantizó libertades, pero olvidó construir sentido; que fomentó la autonomía, pero disolvió la comunidad; que nos volvió libres, sí, pero cada vez más solos.
Los populistas y el arte de llenar vacíos
El vacío nunca queda vacío. Alguien siempre lo llena. Y Han advierte que quienes hoy ocupan ese espacio simbólico no son los demócratas, sino los populistas. “Los autócratas —dice— están llenando los huecos del liberalismo. Está sucediendo en todo el mundo. El colapso es global.” Donde la política dejó de ofrecer esperanza, el populismo ofrece pertenencia. Donde el sistema prometió igualdad pero entregó frustración, los demagogos ofrecen identidad. Y en ese trueque —de los ideales por la identidad— se produce una mutación peligrosa: la gente ya no busca participar, sino sentirse parte de algo, aunque ese algo sea una mentira emocional. Lo que era un espacio de diálogo se convierte en una guerra de relatos. Y los relatos no necesitan ser verdaderos, sólo convincentes. Han no habla sólo de Trump o de Orbán, Milei o de la AfD alemana. Habla de una tendencia civilizatoria: la pérdida del símbolo. Una democracia sin símbolos, dice, es un cuerpo sin alma. La gente vota, pero ya no cree; se indigna, pero no espera. Y esa falta de esperanza se convierte en el terreno fértil del autoritarismo emocional.
La desaparición de los hábitos democráticos
El filósofo coreano-alemán recupera una idea de Tocqueville: la democracia no se sostiene en las instituciones, sino en los hábitos. En los gestos cotidianos de respeto, en la confianza, en el reconocimiento del otro. En los rituales, incluso, que dan forma a lo común. Pero esos rituales, dice Han, están desapareciendo. En su libro La desaparición de los rituales advierte: “Los rituales estabilizan la vida. La sociedad de la aceleración los elimina, y con ellos desaparece la comunidad.” Vivimos tiempos donde la cortesía se percibe como debilidad, la pausa como pérdida de tiempo, y el silencio como vacío. La conversación fue reemplazada por el monólogo, la diferencia por el enfrentamiento. Cuando se pierden los rituales, se desarma también la confianza. Y sin confianza no hay comunidad posible. Lo que queda es la gestión de la desconfianza: leyes, cámaras, algoritmos, burocracias. Mecanismos para sustituir lo que antes era natural. Así, la política —que alguna vez fue un espacio de encuentro y proyecto— se vuelve un campo de batalla simbólica donde nadie escucha, todos compiten y cada palabra se evalúa como si fuera una acción de mercado. Han lo dice con crudeza: “La falta de hábitos democráticos es lo que sustenta la crisis de la democracia.” Y no se trata sólo de votar, sino de sostener el vínculo invisible entre los ciudadanos.
El dolor que nos hace humanos
Byung-Chul Han va más allá. Si la política ha perdido sentido, si la comunidad se desintegra y la confianza se evapora, ¿qué queda? El dolor. Sí, el dolor. “Para entender una sociedad hay que analizar cómo se relaciona con el dolor. Y nuestra relación es de rechazo total. Por eso tenemos tanta dependencia de los analgésicos… Pero los analgésicos también provocan dolor.” Han sostiene que vivimos en lo que llama una sociedad paliativa: una cultura que huye del sufrimiento a cualquier precio. Eliminamos el dolor físico con medicamentos, el dolor emocional con dopamina digital, el dolor existencial con productividad. Pero al evitarlo todo, nos anestesiamos también frente a la realidad. Sin dolor no hay conciencia. Sin conflicto no hay transformación. Una sociedad que busca eliminar el malestar elimina también la posibilidad de cambio. Han lo sabe en carne propia: sufre una extraña cefalea en racimo, “el dolor más fuerte que puede soportar un ser humano”, dice. Y cuenta que cuando el dolor alcanza cierto umbral, se transforma en otra cosa. “Puedes llamarlo felicidad, si quieres. Es algo más elevado que el dolor.” El filósofo convierte su sufrimiento en una especie de revelación: el dolor no es enemigo de la vida, sino su recordatorio. Es lo que nos hace humanos. Lo que nos permite, incluso, sentir el mundo. Y acaso lo que Han está diciendo, en un tono silencioso pero profundo, es que hemos perdido la capacidad de sentir. Que vivimos tan saturados de estímulos, de pantallas, de gratificaciones instantáneas, que ya nada nos atraviesa de verdad.
La desigualdad y el miedo
“La brecha entre ricos y pobres es cada vez más grande. El neoliberalismo ha generado muchos perdedores. Y esto genera rencor… y miedo al descenso social.” Han no separa el pensamiento filosófico del drama social. La desigualdad no es sólo económica: es emocional. Los que están abajo sienten el peso del fracaso como culpa. En la sociedad del rendimiento, el que no prospera se siente responsable de su propia ruina. Esa trampa genera una angustia que se disfraza de esfuerzo, de autoayuda, de resiliencia, pero en el fondo es desesperación. “En Corea del Sur —dice Han— los pobres se suicidan en masa. Tenemos la mayor tasa de suicidios del mundo.” El miedo al descenso social se convierte en la emoción estructural del sistema: todos corren para no caer. Pero ese movimiento constante no lleva a ningún lugar. La promesa del progreso se convierte en carrera sin meta, y la libertad en autoexplotación. Han lo sintetiza en una frase demoledora: “El neoliberalismo es una dictadura de la positividad.” Una dictadura donde ya no se oprime desde afuera, sino desde dentro. No hace falta un amo: uno mismo se convierte en su propio capataz.
El colapso como esperanza
“Tengo la esperanza de que colapse el sistema, y va a pasar pronto.” Lo dice sin dramatismo. Como quien habla de un fenómeno natural. Han no quiere ver el mundo arder: quiere verlo renacer. Cree que el colapso no será una explosión, sino una implosión silenciosa. Una rendición ante el cansancio. Su esperanza es paradójica: espera que el sistema caiga para que el ser humano despierte. Que el agotamiento nos obligue a mirar el tiempo de otra forma. Que la fatiga del mundo nos devuelva la capacidad de sentir, de vincularnos, de detenernos.
No es un llamado a la destrucción, sino a la lucidez. Como si dijera: sólo cuando todo se derrumbe, podremos volver a empezar. Quizás suene extremo, pero Han no propone un apocalipsis, sino un reencuentro con lo esencial: con la lentitud, con el silencio, con el dolor entendido como parte de la existencia, no como enemigo.
Un espejo para el presente
Byung-Chul Han no busca convencer. Propone pensar. Y en un tiempo donde todos gritan sus certezas, él susurra dudas. Por eso incomoda. Porque no ofrece soluciones, sino un espejo. Un espejo que refleja algo que intuimos: que estamos agotados, desconectados, informados pero vacíos; que corremos sin saber adónde; que la política ya no representa, que la democracia se ha vuelto una forma sin alma. Tal vez por eso su pensamiento resuena tanto. Porque no habla del futuro, sino del presente que habitamos sin entender del todo. Porque su mirada, entre poética y quirúrgica, nos recuerda algo esencial: el espíritu nace del dolor, la comunidad del respeto, la democracia del sentido, y el sentido de la esperanza. Y aunque parezca paradójico, Han todavía tiene esperanza. En el colapso, sí. Pero también en nosotros. Porque, como él dice con voz suave y firme, “Sin dolor no hay espíritu.” Y quizá, al final, el cansancio del mundo no sea el final de nada, sino el comienzo de algo que todavía no sabemos nombrar.