El siglo XXI prometía ser el de la información, la cooperación global y los derechos humanos universales. Pero a un cuarto de su recorrido, esa utopía se ha desvanecido. Lo que avanza no es la ilustración, sino el miedo; no la palabra, sino la fuerza. El mundo parece haber entrado en una era donde la violencia, más que una excepción, se ha convertido en el idioma común del poder.
Vivimos el siglo de la violencia: la violencia política, económica, simbólica, ambiental y digital, ejercida por Estados, corporaciones y aparatos ideológicos que operan bajo el disfraz del orden, la libertad o la defensa de la patria. En las últimas dos décadas, el planeta ha visto la instalación de gobiernos de derecha o ultraderecha con un mismo patrón: promesas de orden, discursos antipolíticos, exaltación de la seguridad y desprecio por la diversidad. De Hungría a Italia, de Estados Unidos a Brasil, de Argentina a Polonia, de Israel a España, el mapa político del mundo se tiñe de conservadurismo autoritario. Estas derechas no llegan con tanques, sino con votos. Pero una vez instaladas, vacían las democracias desde adentro, capturando los medios, las cortes, las universidades y el lenguaje público. Sustituyen la palabra “pueblo” por “mercado”, y la palabra “justicia” por “propiedad”. El resultado: sociedades cada vez más controladas, empobrecidas y fragmentadas, donde la represión no es una anomalía sino parte de la gestión cotidiana.
La represión como paisaje urbano
La represión, que antaño evocaba imágenes de dictaduras, hoy se normaliza en las capitales del mundo. En Francia, la policía reprime a diario manifestaciones sindicales, estudiantiles y ambientalistas. Las protestas contra la reforma jubilatoria de Macron en 2023 terminaron con más de 900 detenidos y centenares de heridos. El uso indiscriminado de gases lacrimógenos, granadas de dispersión y balas de goma fue condenado por Human Rights Watch y Amnistía Internacional. En Alemania, las movilizaciones propalestinas y las protestas por Gaza son criminalizadas bajo la acusación de “antisemitismo”. Estudiantes y profesores universitarios son desalojados con violencia, mientras el gobierno se refugia en una retórica de “tolerancia cero”. La represión se reviste de corrección moral. En España e Italia, la violencia contra migrantes y refugiados se volvió estructural. Los muertos en el Mediterráneo ya no son noticia; son estadística. En la valla de Melilla, 37 africanos fueron asesinados por las fuerzas de seguridad en 2022. En Italia, el gobierno de Meloni consolidó acuerdos con Libia para interceptar barcos y devolver seres humanos a campos de detención. En Estados Unidos, la brutalidad policial deja más de mil muertos por año, mayormente afroamericanos o latinos. Las protestas de Black Lives Matter fueron infiltradas, vigiladas y reprimidas con armas de guerra. En la frontera sur, el trato a migrantes se asemeja al de prisioneros: niños enjaulados, familias separadas, deportaciones sin debido proceso. El siglo XXI normalizó que un Estado golpee, gasee o encierre a quien protesta. La represión se volvió política pública, el miedo una pedagogía social.
La violencia del supremacismo y el sionismo político
La violencia no solo proviene del Estado, sino también de los discursos que lo legitiman. En Europa y América del Norte, el supremacismo blanco y el nacionalismo excluyente crecen a la sombra del desempleo, la inmigración y la manipulación mediática. En Alemania y Francia, los ataques de extrema derecha se incrementaron un 40 % en tres años. En Italia, el neofascismo se asienta en el discurso oficial, exaltando la patria y deshumanizando al extranjero. En España, Vox convierte la discriminación en plataforma electoral. Y en el plano internacional, el sionismo político —no como identidad religiosa, sino como ideología expansionista y militarizada— se ha transformado en un modelo de impunidad global. En nombre de la “seguridad de Israel” se justifican genocidios, se destruyen hospitales, se bombardean civiles y se asesinan miles de niños en Gaza. La paradoja es brutal: los gobiernos que reprimen en casa justifican la represión ajena fuera de sus fronteras. Francia, Alemania, Estados Unidos e Italia apoyan sin fisuras una violencia que niega los mismos derechos humanos que dicen defender.
La descalificación del ambientalismo: la nueva herejía
Una de las formas más sutiles —y peligrosas— de violencia contemporánea es la descalificación del cuidado ambiental. El pensamiento ecológico, que debería ser el consenso ético del siglo XXI, ha sido convertido por estas derechas en un enemigo ideológico. En discursos oficiales y medios alineados se ridiculiza a quienes defienden el ambiente: se los llama “ambientalistas radicales”, “enemigos del progreso”, “alarmistas climáticos” o, en América Latina, “antipatrias”. En Estados Unidos, el negacionismo climático fue política de Estado bajo Donald Trump, que retiró al país del Acuerdo de París. En Brasil, Bolsonaro habilitó la deforestación masiva del Amazonas. En Argentina, el gobierno de Javier Milei disolvió el Ministerio de Ambiente y calificó la transición energética como una “mentira socialista”. El odio a la causa ambiental cumple una función: eliminar cualquier límite moral o ecológico al capital. Se prohíben protestas ecologistas, se encarcelan activistas, se persiguen científicos, se flexibilizan normas para la minería, el fracking o la ganadería industrial. La represión ambiental —desde la caza de ballenas en Japón hasta la criminalización de defensores del agua en América Latina— es otra cara del mismo sistema de dominación global. El ambientalismo no solo denuncia el daño ecológico: denuncia el modelo económico que lo produce. Por eso se lo reprime. Porque es la forma más peligrosa de rebeldía contemporánea: aquella que no se limita a cambiar gobiernos, sino que cuestiona la raíz civilizatoria del poder.
El modelo global de control
El siglo XXI ha perfeccionado un sistema en el que la violencia funciona como lubricante de la economía global. Estados militarizados garantizan inversiones extractivas, y corporaciones que contaminan financian campañas políticas. La represión se terceriza: empresas de seguridad, algoritmos de vigilancia, ejércitos privados. Y todo se justifica en nombre de la libertad de mercado. En Europa, la “seguridad energética” se impone sobre la transición verde. En América Latina, los territorios indígenas se destruyen en nombre de la inversión extranjera. En Estados Unidos, el lobby petrolero dicta la política ambiental. En África, las potencias trasladan su basura tóxica y sus residuos digitales. La violencia ambiental —el silencioso asesinato de la naturaleza— es la forma más extendida de represión contemporánea: no deja huellas visibles, pero mata millones de vidas humanas y no humanas.
La violencia cultural: censura y miedo
El autoritarismo actual no se presenta con uniformes, sino con algoritmos. Se censura sin prohibir, se manipula sin declarar, se castiga sin juicio. Los medios masivos repiten consignas, las redes amplifican el odio y las universidades temen enseñar pensamiento crítico. El discurso de “orden y libertad” se ha vuelto un oxímoron: libertad para el capital, orden para los pobres. La censura alcanza a artistas, periodistas y científicos. Hablar de feminismo, de Palestina, de cambio climático o de justicia social se ha vuelto peligroso en muchos países.
Resistir el siglo de la violencia
No todo está perdido. La historia enseña que los pueblos, incluso en los momentos más oscuros, encuentran modos de resistir. La resistencia hoy implica repensar la política más allá de los partidos: reconstruir redes, recuperar la empatía, defender el conocimiento libre y la solidaridad. Implica también reivindicar el ambientalismo como acto político y ético, como defensa del derecho más básico: el de existir. Frente a los gobiernos que destruyen la tierra, la resistencia ambiental no es un lujo: es supervivencia.
Cuando la violencia se disfraza de progreso
El siglo XXI será recordado como el siglo de la violencia si seguimos aceptando que la represión es orden, que la desigualdad es libertad y que la devastación del planeta es desarrollo. La violencia ya no se expresa solo en las armas: está en el discurso, en la indiferencia, en el desprecio por la vida. Y cada vez que se burla a un activista, se encierra a un migrante o se bombardea un hospital, se destruye un poco más la idea misma de humanidad. Aún hay tiempo para cambiar el rumbo. Pero solo si entendemos que cuidar el ambiente, defender los derechos humanos y oponerse a la violencia no son causas distintas: son la misma batalla por la dignidad de la vida.