París
Los Juegos Olímpicos de París 2024 van a ser los primeros juegos paritarios en relación al número de hombres y mujeres participantes. 5 250 atletas de cada género participarán entre el 26 de julio y el 11 de agosto en las XXXIII Olimpiadas modernas.
El Comité Olímpico Internacional (COI) cumple así con la 11ª recomendación de la Agenda Olímpica 2020, que establecía el 50 % de cuota participativa de las mujeres en los Juegos y promovía la introducción de pruebas con equipos mixtos, que serán una veintena de las 329 que compondrán las Olimpiadas.
La participación de las mujeres en los JJ. OO. se inició oficiosamente en la segunda edición de las Olimpiadas modernas, celebradas también en París en 1900. De los 997 atletas, 22 fueron mujeres, compitiendo en cinco disciplinas: tenis, vela, crocket, hípica y golf.
Es frecuente afirmar que en aquella época las mujeres apenas practicaban deporte, como si eso se debiera a un interés ínfimo por la actividad física y no a una política sexual que defendía una rígida segregación entre hombres y mujeres jóvenes, y en la que el deporte desempeñó un papel central.
¿Qué fue el cristianismo muscular?
El proyecto educativo del creador de los Juegos Olímpicos modernos, Pierre de Frédy, barón de Coubertin, se enmarcó en lo que se ha denominado cristianismo muscular, un movimiento que consideró el deporte central para formar a los jóvenes (varones) en la fe y la virilidad.
En 1883, con 20 años, Pierre de Coubertin cursó el programa de educación física del Rugby School, el colegio privado que dio nombre a ese deporte y en el que transcurre la novela de Thomas Hughes Tom Brown’s School Days, que inspiró el movimiento.
Marcado por la humillación de la derrota francesa en la guerra franco-prusiana, Coubertin vio en el ejemplo inglés una solución a la pobre preparación de los franceses para la guerra. Con el tiempo, ensalzó también el potencial diplomático del deporte para mantener la paz entre imperios. Esta asociación del deporte con la lucha entre naciones, el imperialismo y la guerra arrasó con versiones más lúdicas y plurales del deporte y dio lugar a unas Olimpiadas que Coubertin concibió como exclusivamente masculinas y celebratorias de una supuesta superioridad blanca.
Las Olimpiadas no incorporaron “amablemente” a las mujeres. De hecho, los JJ. OO. fueron esenciales en el proceso de masculinización del deporte moderno y sólo una actitud vindicatoria consiguió que la presencia de las mujeres se ampliara y oficializara.
Una figura clave en este proceso fue Allice Milliat, quien, ante la negativa del COI a ampliar los eventos olímpicos abiertos a las mujeres, fundó en 1921 la Federación Internacional de Deporte Femenino (FSFI) y organizó ese mismo año las I Olimpiadas de mujeres, a las que siguieron tres más y otros cuatro Juegos Mundiales.
La II Olimpiada de Mujeres en París en 1922 reunió a 20 000 espectadores. Según reveló uno de sus miembros en 1960, el COI discutió en 1923 cómo hacer frente a los efectos del feminismo en el deporte y aceptó de mala gana ampliar los eventos femeninos para poder tomar el control sobre el deporte practicado por mujeres.
Falta de paridad en la ejecutiva del COI
La paridad, aunque sea una reivindicación históricamente feminista, puede ocultar otras motivaciones: seguir teniendo el control. De hecho, la Carta Olímpica recogió en 1996 el compromiso del COI a promocionar la presencia de mujeres “a todos los niveles y en todas las estructuras, particularmente en los comités ejecutivos de las organizaciones deportivas nacionales e internacionales con vistas a la estricta aplicación del principio de igualdad entre hombres y mujeres”. La paridad “ejecutiva” no se incluyó en la Agenda Olímpica 2020 ya que, de haberlo hecho, la 11ª recomendación permanecería incumplida: la directiva del COI está compuesta actualmente por 11 hombres y 5 mujeres.
Pero más allá de los números, el deporte está encadenado a preceptos que hacen imposible una igualdad efectiva. El dogma de la segregación sexual, que sustenta también la propia paridad, es uno de ellos.
Defendido para proteger supuestamente a la categoría femenina, la separación de sexos ha marcado las decisiones de las respectivas federaciones cada vez que una atleta ha puesto en cuestión la superioridad masculina.
Le ocurrió a Zhang Shan tras ganar el oro y récord olímpico en tiro al plato mixto en Barcelona ‘92. Tras su victoria, la Unión Internacional de Tiro prohibió la participación de las mujeres, con lo que Shan no pudo defender su oro en Atlanta ’96, la supuesta “Olimpiada de las mujeres”.
En París 2024 habrá un evento mixto de tiro, pero con equipos formados por un hombre y una mujer, el modelo de lo “mixto” que se está imponiendo para evitar la competición directa entre hombres y mujeres.
Tampoco Lindsay Van pudo defender su récord de salto de esquí en las Olimpiadas de Invierno de Vancouver 2010, ya que se prohibió la participación femenina en la prueba, a pesar de ser una mujer la que ostentaba el récord absoluto. La Federación Internacional de Esquí adujo entonces posibles problemas reproductivos futuros en las saltadoras para justificar la prohibición. Se repetían en 2010 los mismos argumentos que desplazaron a las mujeres del deporte a principios de siglo XX.
Aunque parezcan anecdóticos, estos episodios demuestran que toda política de naturalización de los sexos y de sus funciones siempre terminará por imponer limitaciones competitivas a las mujeres. Durante años fueron las pruebas de verificación de sexo; hoy son los niveles de testosterona, que están apartando a numerosas mujeres africanas de la competición.
Por otra parte, Francia ha vetado la participación en su equipo olímpico de las atletas con velo, mientras que jugadoras en diferentes disciplinas se revelan contra la imposición de indumentarias que las sexualizan.
Los cuerpos de las deportistas siguen siendo uno de los principales objetos de regulación de los comités ejecutivos. Al fin y al cabo, mientras la segregación sexual sea el principio organizativo, siempre tendrá que preservarse una diferencia que la justifique.
Olatz González Abrisketa, Profesora de Antropología, Universidad del País Vasco / Euskal Herriko Unibertsitatea
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
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